Matando moscas con el rabo

MARIA DE MIS MARRANAS

MARIA DE MIS MARRANAS


Había comenzado el verano y ahí estaba Juan subiendo la calle principal de su pueblo, Tántara, que constaba de unos 220 habitantes aproximádamente. Entre montañas y verdes campos. El muchacho de complexión fuerte, pero delgada, no dejaba de sonreír al móvil que llevaba entre las manos mientras andaba. La mochila negra desgastada con el logo de «Rammstein» en color rojo nunca se la olvidaba poner para salir al tranco de la calle. Ahí guardaba sus cosillas, cómo la PSP y los canutos que había comprado el día anterior.

Juan había cumplido dieciocho años y como estudiante se le podría considerar uno del montón. No sobresalía en ninguna asignatura en especial, pero este curso las había aprobado todas habiendo realizado un sacrificio enorme para el: NO FUMAR PORROS en época de exámenes. Desde luego que había merecido la pena el esfuerzo y estaba loco de contento con todos los mensajes que le llegaban por la red social. Felicitaciones por todas partes. Ahora mismo estaba actualizando su muro, avisando a sus amigos de la red que iba a empezar a trabajar. No hacía ni tres días que empezó las vacaciones y su madre le había conseguido un trabajo para cuidar de los perros de Josefa Blanco, la farmacéutica del pueblo, que se iba dos semanas a Ibiza para despejarse.

Llegó a la puerta de la casa y abrió con la copia de la llave que Josefa le había dado. Montxo y Nemo, los dos pequeños chuchos, se abalanzaron hacia Juan con euforia desmedida. Movían el rabo, le saltaban hasta la cintura y ladraban a modo de saludo.

– ¿Y los niños chicos de la casa? ¿Vamos a la calle?- Dijo Juan y la palabra «calle» era un detonante para que los perros se pusieran más nerviosos aún. Como no quería ser tan malo con ellos, no les hizo esperar. Tras la puerta estaban los ganchos donde colgaban las correas de los perros con sus bolsitas correspondientes para recoger los regalitos marrones que dejaban por ahí. Los sacó a pasear y jugó a tirar la pelota con ellos en un descampado que estaba a solo cinco minutos de allí. Montxo las traía todas, pero Nemo iba más bien a lo suyo.

Después volvió para dejarlos en casa de su dueña, que llevaba viuda tres años. Al quitarles las correas, pensó que era buena idea fumarse un porrito por lo bien que lo había hecho. Se adentró en la casa y entró al salón. Era una decoración bastante austera y tenía muchas figuras de porcelana repartidas por los diferentes muebles. La mochila la dejó caer encima del sofá y se sentó frente al televisor de plasma de cuarenta pulgadas. Cogió el mando y programó la MTV para ver los programas absurdos, pero adictivos a nivel cotilleo, mientras se sacaba los materiales para preparar un cigarrillo de la risa (así denominaba su madre al porro).

Al dar la primera calada, se acordó de la sed que tenía y se levantó para ir a la cocina. Cogió una lata de San Miguel de la nevera y del armario contiguo, una lata de sardinas en tomate, a modo de tapa. Montxo estaba atento a sus movimientos desde la puerta de la cocina. Nemo se quedó frito en el sillón. Antes de cerrar ese armario vio en el estante superior unas aceitunas en conserva y como no llegaba, no se le ocurrió una idea mejor que dejar la cerveza y las sardinas en la encimera para intentar cogerlas poniéndose de puntillas. Ya tuvo mala suerte, pues al retirar el primer bote que alcanzó, los botes que había encima de ese, se cayeron y del susto, Juan se agarró de la leja empeorándo la situación aún más. Todos los botes, latas en conserva y pastas, se estrellaron contra las losas de la cocina con un ruído atronador para el. Montxo salió despavorido y se tumbó junto a Nemo en el salón. Los botes de cristal no sobrevivieron a la caída, las latas se abollaron casi todas y la cocina acabó hecha un asco.

Por un momento se quedó quieto y tras barajar mil opciones en su cabeza, que se podían resumir en dos , trincó la cerveza y las sardinas diciendo:

– Primero me fumo el porro y luego limpio todo esto.- y así fue, pero dos horas más tarde, cuando se despertó de sopetón tumbado en el sofá, por un lenguetazo en la cara por parte de Montxo. Tras limpiar volvió a su casa bastante agotado. ¡Qué buen material se había fumado!

Al siguiente día, su madre lo despertó avisando de que tenía otro posible trabajo para el. Juan abrió los ojos de par en par y miró a su madre desde la cama con cara de susto. No se la esperaba tan encima de el, pero debía ser algo importante para entrar así en su habitación. Ya tenía dieciocho años y necesitaba de cierta intimidad.

– Juanico, esta mañana me he enterado por Pura la frutera, que Paco Navarro necesita a alguien para cuidar su pequeña granja. Dice que ya no tiene fuerzas para dedicarle tiempo y que sólo le quedan sus gorrinos.

– ¿Navarro? ¿El viejo forrao ese?- se incorporó con alegría, pues sabía por oídas que cualquier favor que se le hiciera a ese hombre, se pagaba muy bien. – ¿Y cuántos cerdos tiene? ¿Hay que limpiar toda la casa?

– Dicen que le quedan unas veinte hembras y a la granjilla con darle una primera limpieza general y luego mantenerla, le bastaría. Esto sería para varios meses y te puedes sacar un buen dinerillo para el viaje ese que quieres hacer. También puedes acordarte de tu madre cuando cobres.

Ambos se rieron a carcajada limpia y al acabar, Juan le dio las gracias a su madre por el chismorreo tan suculento. Se duchó bajo el agua fresquita de su ducha cantando «Du Hast». Comió unas magdalenas con un vaso de leche, cogió su mochila para salir de casa y casi se le olvidan las llaves de la casa de la farmacéutica.

Se dirigió directamente a la casa de Navarro y habló con el sobre las condiciones. En un pueblo tan pequeño, la ventaja es que prácticamente todos conocen a todo el mundo y a él lo había visto crecer. Le gustó que Juan tuviera iniciativa en ir a buscarle, pues la mayoría no le dirigían mucho la palabra por lo arisco que era. El viejo conocía su defecto, pero en su mente franquista, no tenía ninguna intención de cambiarlo para lo que le quedara de vida.

– Muchacho, si haces bien tu trabajo, podrás hacerlo hasta que consiga vender el terreno o se me mueran las marranas.- Juan no pudo aguantar la risa.- Son mis marranas y las tengo un cariño especial. Más que a algunos vecinos y familiares. Ahora, también te digo que como se mueran por tu culpa, perderás el trabajito y un cuarenta por ciento de las ganancias totales. ¿Aceptas el trato, esmirriao?- y le extendió la mano.

– Trato hecho.- contestó Juan, extendiendo su mano para confirmar su acuerdo. Cuidar de unas marranas no podía ser tan difícil, ¿no?

 

Esa misma tarde, Juan y el Sr. Navarro, quedaron en su pequeña granja. Allí le explicó todo lo que necesitaba saber sobre su trabajo. Le mostró el cobertizo donde guardaba la mayoría de las herramientas y utensilios. Las que eran para el arado ni siquiera iba a tocarlas, pero ahí estaban. Pero por supuesto, lo que más le llamó la atención fueron las veinticuatro cerdas que tenía en la pocilga, donde el hedor de la mierda era puro y difícil de olvidar. Incluso a las horas de salir de allí, ese olor se quedaba incrustado en las fosas nasales. Las cerdas estaban bien criadas, algunas más gordas que otras, pero todas bien hermosas. Una de sus obligaciones sería sacarlas a pasear dentro de un cercado para mantenerlas en forma y el se reía por dentro pensando en que eran jamones caminantes. ¿Serían obedientes estas marranas? Ni idea, aún quedaba tiempo para descubrirlo.

Cuando el viejo terminó de darle las instrucciones sobre las tareas que le encomendaba, introdujo su mano en el bolsillo del pantalón y le sacó un juego de llaves que llevaba una oveja naranja como llavero para distinguirlas.

– Aquí tienes, chico. Las llaves de lo que me queda de granja.- Juan las cogió y guardó en el vaquero.- Creo que me he explicado con suficiente claridad sobre todo lo que quiero que hagas aquí. Si te surge alguna duda, puedes llamarme al mismo número que te dí esta mañana. No te molestes en mandarme mensajes. No se abrirlos, contestarlos ni borrarlos.

– Nunca he cuidado de ninguna granja y menos de unas cerdas, pero le prometo, Sr. Navarro, que lo haré lo mejor posible. No le defraudaré.

El Sr. Navarro le miró enarcando la ceja derecha y dejó escapar una sonrisa.

– Espero no haberme equivocado al depositar mi confianza en tí. No sabes cuan importantes son estas marranas para mí. Son las últimas que mi señora crió antes de fallecer. No hará falta que te vuelva a repetir lo que sucederá si a mis animales les pasa algo por tu culpa.

– No, señor. Todo me quedó clarísimo. Más claro que el agua del río del que bebemos para saciar nuestra sed. (Ni el mismo se creyó esta cursilada)

– Bueno, chico, me marcho.- El viejo salió por la puerta principal y Juan se quedó atento para escuchar el arranque del motor del Land Rover. Cuando el sonido del vehículo se perdió en la distancia, lo primero que hizo fue acordarse de su colega Pedro. Le envió un mensaje con la buena nueva del trabajo conseguido y el otro no tardó en contestarle.

CONTINUARÁ…

Escrito por Luis M. Sabio